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7/3/11

23 F

Yo viví el 23 de febrero de 1981 de una forma algo distinta al resto de los españoles.
Por entonces estudiaba la carrera de derecho en Granada y, siendo mi padre un alto mando militar, vivía en el interior de una base aérea.
No eran las ocho de la mañana cuando mi padre se marchó en circunstancias un tanto extrañas. Él solía acercarse a la base en su propio coche, no obstante nuestra casa distaba poco de su despacho y, además, no era amigo de los boatos y prerrogativas de su mando, pero ese día le recogió un coche militar con dos escoltas armados hasta los dientes. También hubo cambios en su indumentaria. Sustituyó el uniforme normal por el de campaña, pistola incluida, y llevaba un gesto torcido por la preocupación.
Mi abuela, para más señas la madre del escritor Caballero Bonald, al verle partir de esa guisa me dijo: “Aquí pasa algo”. Pero por más que escuché la radio no anunciaba nada fuera de lo común salvo noticias sobre una España crispada y bastante defraudada con la dirección democrática.
Y siguieron a lo largo del día los fenómenos extraños. Se triplicaron los soldados de guardia y las patrullas que rondaban mi casa, se restringió el acceso a la base, no pudimos hablar por teléfono con el exterior por una presunta avería y mi padre permanecía en paradero desconocido. Entretanto, mi abuela repetía por los rincones: “Aquí pasa algo”.
Y pasó.
He de reconocer que mi padre era por entonces un militar descontento, fundamentalmente porque sus quijotescos principios estaban siendo sustituidos por el medraje y el deshonor, dentro y fuera del ámbito militar, un asunto que ahora se ha instaurado como una forma de vida. Sin embargo, en congruencia con esos mismos parámetros éticos, siempre manifestó que jamás desacataría las órdenes de su más alto superior, Su Majestad el Rey. Aquella no era una postura cómoda; si triunfaba el golpe sería tachado de traidor y, si no, de sospechoso en la caza de brujas que se originó posteriormente y que, por conveniencia política, manchó la reputación de todo un ejército.
Fueron unos momentos largos y temerosos.
Pero sí me supo extraño, una sensación de la infinita fragilidad y vulnerabilidad del sistema, que nueve horas antes del Tejerazo, mi abuela y yo supiéramos más sobre el futuro de España que todo un país y todo un Congreso de los Diputados.

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